Marx dijo una vez que “el capitalismo lleva en sí el germen de su propia destrucción”. Argumentando que el propio sistema alimentaba el desarrollo y crecimiento de la clase proletaria, estaba seguro de que esta última cobraría fuerza tal que sería capaz de derribar el capitalismo y suprimir la histórica lucha de clases.
Si bien el sistema sobrevivió, y sigue sobreviviendo, mucho más de lo que Marx hubiera deseado, su razonamiento clásico puede ajustarse de manera precisa a la realidad actual de la Argentina. En lugar de una lucha de clases, en nuestro país existe una lucha de facciones entre dos grandes coaliciones que luchan entre sí creyéndose capaces de destruir a la otra. Y sin darse cuenta, nutren a su enemigo dotándolo de la fuerza necesaria para aumentar su capacidad de daño.
El sueño del gobierno de Cambiemos era desterrar al Peronismo. Terminar un mandato después de 100 años, tener un segundo período y aniquilar al partido que ha marcado el pulso de la política nacional durante varias décadas. Sin embargo, el culto a la confrontación y a la grieta alimentó al monstruo. El kirchnerismo se martirizó, logró construir un frente amplio y aprovechó los malos resultados económicos del macrismo para ganar las elecciones por amplio margen.
Años después, con los roles invertidos, sucede algo parecido. El Gobierno Nacional parece empecinado en insistir con las mismas políticas que causaron un profundo desencanto en la gente en el 2015 y oxigenaron a Cambiemos: estatizaciones, restricciones económicas, impuestos, corrupción e impunidad y reforma judicial. Y en paralelo, el Presidente le brindó proyección nacional a Horacio Rodríguez Larreta, quien hoy se posiciona como el dirigente con mejor imagen incluso por encima del propio Alberto Fernández. Más allá de la responsabilidad institucional y de la cooperación necesaria para enfrentar la pandemia, el Jefe de Gobierno ha ganado protagonismo y capital político tanto frente a la ciudadanía como también dentro de su propio espacio que se encuentra tensionado entre los leales a Macri y los que apuestan por un liderazgo más horizontal y dialoguista.
En lugar de una lucha de clases, en nuestro país existe una lucha de facciones entre dos grandes coaliciones que luchan entre sí creyéndose capaces de destruir a la otra.
La política de la confrontación implica que en el ring tienen que pelear dos personas. En este sentido, la decisión de subir a alguien a la arena de combate implica también darle protagonismo, “subirle el precio” y permitirle ganar capital, aún si pierde la batalla.
Sin dudas es la ciudadanía quien, a través del voto y el apoyo popular, determina los liderazgos de cada espacio. Pero corresponde a la estrategia política y comunicacional de cada bando elegir cuidadosamente las batallas a pelear, porque de hacerlo de manera imprudente y sin un objetivo claro y medible, se puede caer en el error de alimentar al monstruo.
Por Federico Rivas para INGOB.
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